jueves, 15 de enero de 2009

Galileo mi fiel compañero

Hace pocos días, murió Galileo. Ese fue el nombre que elegimos para él. Mi hijo Juan Diego y Yo. Quizá por mi amor a la ciencia y a la investigación. Era un rod wailer regalo de mi hermano Ricardo hijo de Cleopatra y Zeus. El mismo día que dejó de vivir permaneció algunas horas en la cuneta de la Panamericana, luego de feroz impacto con un automotor, para en horas posteriores guardar sepultura en el jardín de la propiedad de Ricardo, lugar donde nació y paso sus primeros días; en el mejor lugar de uno de los parterres con árboles, plantas y flores; estaría acompañado y vigilado su eterna alma de sus queridos padres: Cleo y Zeus y, hermanos: Otto y Willis. Que en ese día ladraban su tragedia.

Galileo tenía pocos meses. Quiero decir que era un perro niño. Pero pese a su edad corría igual que perro viejo. Pocos días antes de morir seguía siendo tan alegre como entonces y como durante toda su vida, al lado de su amo, pero más que amo su amigo y compañero; travieso y juguetón. Cuando volvía a casa, me hacía fiestas saltando con sus patas delanteras sobre mi carro y mi pecho, me mordisqueaba la ropa, me arañaba con furor con sus pequeñas uñas de acero, curvas y negras, siempre sucias. En esos momentos, exultante de felicidad, correteaba a mí alrededor, cogiendo con los dientes lo primero que pillaba a mano. Me ladraba para reñirnos porque le había dejado por mucho tiempo. Pero nunca se orinaba dentro de la casa; se aguantaba hasta lo indecible.

Galileo era comilón, y a veces se sobrepasaba con la comida, sin saciar su apetito voraz se deleitaba junto a su hermano Willis de arranchar la ropa del tendero, le gustaba las medias, las camisas y las chompas para luego ponerse enfermo de la barriga. Sabía curarse solo. E incluso le gustaba la madera, los pulperos, ratas y ratones, gallos y gallinas. Ladraba a todo lo que se movía. Pesaba algunos kilos. Tenía tanto vigor, tanta salud, tanta inteligencia, inextinguibles hasta el último suspiro de su vida, que yo les decía a los míos que, cuando muriera, algún veterinario podría ponerse a estudiar su cerebro e investigar las causas de su inexplicable vitalidad. ¿Para qué?, observaba yo que se preguntaban ellos sin decírmelo. Yo respondía que acaso sus conclusiones podrían ser válidas y, por lo tanto, aplicables para nosotros, los seres humanos. Y esto no lo decía yo en broma, no.

Ahora, comprendo su sufrimiento cuando llegaba muchas veces con copas demás, me lamía, lloraba, compartía junto a mí, la aventura y la dicha, siempre al lado de mi fiel y rebelde Willis, ya que Galileo era pasivo y manso. Preciosos lunares, radiantes de alegría, que gozo a gozo en su madre naturaleza, respiraban el mana de la vid. Sin importantes la economía, salud, historia, psicología, etc, etc. Solamente ladraban, comían, y lamian. Peleaban demasiado y se quitaban la comida que ritualmente les cocinaba, muy goloso, y querendón, un verdadero diantre mi fiel Sancho. Willis y Galileo eran como una gota de agua a otra gota de agua, a diferenciar su carácter y su mansedumbre.

Era mi pasión, mi compañía, cosa curiosa parecía que tenía -telepatía, tal vez, porque sabía que Yo sufría y ladraba de dolor. Era un loquillo y a veces respondón, pero jamás faltaba a su amo y compañero de la noche con signos de violencia. Más aún le brindaba cobijo y amor.

Galileo era realmente mi perro. Me lo dio mi hermano para que me cuide y nada me pase, cuando sólo tenía unos días. En aquella mañana fatídica mis lágrimas cayeron de las cuencas de mis ojos, partía algo mío a mundo donde se encuentran los seres privilegiados, a un cielo junto al todopoderoso, y nacía un profundo remordimiento de no poder prevenir tan infausta desgracia, porque salió despavorido tras las rejas en busca de aventura, siguiendo al malcriado Willis, cruzo la ancha vía y mi cobardía de impotencia de no defender sus latidos del corazón, yacía sin vida con una mirada al infinito y con sus patas exclamando su profundo amor y su profunda desolación. Cada vez que abro la portezuela de mi casa, recuerdo con bastante nostalgia su violenta ternura. Sinceramente he amado a mi perro. Y así como se va la vida del humano. Se va la vida de un ser que sin ser humano, carcomió mi sino en un sentimiento indescriptible de profunda pasión, que me acompaño en mis horas de infortunio y fue testigo de mi nuevo nacimiento. Añoro que con efusión preparar su cena, luego de mis largas horas de satisfacción en mi labor como médico y mi ímpetu de aprendiz a escritor, sin olvidar mi apasionamiento a la lectura, estudiar a esturar, aprender a aprender.

Soy un enamorado y protector de animales en un país donde no existen leyes, normas o reglamentos a favor de ellos y si los hay, sólo está escrito en el papel como muchas otras. No se adoptaban medidas en defensa de los animales, ni de los domésticos ni de los salvajes(1).

¿Qué misterio se encierra en el cuerpo pequeño o grande de un gato o de un perro? ¿De un ratoncillo hamster? ¿Del pez que vive dentro de nuestro acuario del salón? ¿De un loro que se mece en su alcándara y repite con voz ronca y gutural lo que le enseñan? ¿De un canario o de un diminuto verderol, que nos deleitan con su canto?

El amor a los animales próximos, que suele ser recíproco, es un sentimiento puro, sin condiciones expresas por una u otra parte. Recuerdo que en una ocasión el Papa Juan Pablo II afirmó que los animales tienen alma, como nosotros.(1)

Yo también lo creo así.


(1) Pap

viernes, 2 de enero de 2009

Alex no es un simple loro

UN 'BEST-SELLER' EN EEUU
La increíble historia de Alex, el loro más inteligente del mundo
• Publicada la biografía del ave que manejaba un vocabulario de 150 palabras
• Llegó a desarrollar la inteligencia de un niño de cinco años
• Su capacidad de aprendizaje transformó la percepción del pensamiento animal


El loro Alex, escogiendo entre dos llave en la Universidad de Brandeis (Boston). (Foto: Arlene Levin-Rowe)
CARLOS FRESNEDA (Corresponsal)
NUEVA YORK.- No era un loro cualquiera. Se llamaba Alex (acrónimo de 'Avian Learning Experiment') y llegó a desarrollar la inteligencia de un niño de cinco años. Podía idenficar objetos, números, colores y formas, y distinguir entre «grande» y «pequeño», «igual» y «diferente». Manejaba un vocabulario propio de 150 palabras. Decía «lo siento» si se equivocaba y pedía «quiero volver» (a la jaula) cuando estaba cansado. En el momento de la despedida, le preguntaba a su amiga y profesora Irene Pepperberg: «¿Vendrás mañana?»
Ésas fueron precisamente las últimas palabras del loro, antes de morir repentinamente de un infarto o una arritmia en mitad de la noche. Su necrológica fue la más leída en 2007 en periódicos como The Guardian: «Alex, el loro africano gris que era más listo que la media de los presidentes norteamericanos, ha fallecido a la edad de 31 años».
Un año después de su despedida del mundo de los mortales, la psicóloga y científica Irene Pepperberg rinde homenaje a su incomparable alumno en 'Alex y yo', el libro donde recoge las tres décadas de aprendizaje mutuo, que se ha convertido en un gran éxito de ventas. «Un simple pájaro nos hizo cambiar el modo en el que pensamos sobre el pensamiento de los animales», sostiene Pepperberg.
«Desde el punto de vista científico, Alex nos enseñó que las mentes de otros seres vivos se parecen mucho más a las mentes humanas de lo que estábamos dispuestos a admitir».
Según Pepperberg, esa capacidad para «pensar y ser consciente» (atribuible a los primates a partir de los estudios de Jane Goodall, y también a los delfines y otros mamíferos superiores) es hasta cierto punto aplicable a las aves, aunque tengan un cerebro del tamaño de una nuez.
Todo lo que aprendió Alex y lo que le faltaba por aprender -estaba empezando a identificar las letras y a trabajar con los fonemas en inglés- demuestra en opinión de Pepperberg que los loros son capaces no sólo de imitar, sino de «razonar a un nivel básico y usar palabras creativamente».
Un Napoleón con plumas
Alex era capaz de mantener una conversación intermitente como si fuera un niño de dos años, aunque «su inteligencia equivalía realmente a la de un chaval de cinco años», en opinión de la que fue su profesora. Siguiendo el método de «modelo rival», Alex competía con un alumno humano e intentaba ponerse a su nivel. Tanta destreza adquirió que se convirtió en maestro ocasional de otros loros y les reprimía cuando se equivocaban: «¡Puedes hacerlo mejor!».
«Alex tenía la personalidad de un pequeño Napoleón con plumas», asegura Pepperberg. «En cuanto adquiría un conocimiento, manipulaba a todos los que estaban a su alrededor. Mis estudiantes solían llamarse a sí mismos los 'esclavos' de Alex. 'Quiero maíz', les decía. 'Quiero subir al hombro, quiero hacer gimnasia'». En sus momentos más sentimentales, el loro agachaba la cabeza y pedía: «Quiero cosquillas».
«Su propia conducta en el momento del aprendizaje nos reveló lo mucho que nos queda por descubrir en el campo de la inteligencia de los animales», escribe Pepperberg en Alex y yo. «Estoy hablando de asuntos con profundas implicaciones filosóficas, sociológicas y prácticas. Su ejemplo ha servido para plantearnos incluso el lugar del hombre en la naturaleza».
Pepperberg admite que siente una conexión especial con las aves desde niña y, gracias a Alex, se ha convertido en ardiente defensora de los derechos de los animales. Criticada por una parte de la clase científica -que pone en duda sus logros y asegura que el loro hablaba siguiendo el «condicionante operativo» y las instrucciones cifradas de su instructora-, la científica asegura que la «capacidad intelectual» de Alex ha sido probada con creces y que lo único que no pudo demostrar fue su «nivel de conciencia».
Pese al tiempo discurrido, la muerte del loro más listo del mundo ha dejado en ella un vacío que ningún otro ser alado ha podido llenar. «Sé buena, te quiero», fueron las penúltimas palabras de Alex antes de preguntarla si habría un mañana.